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Reino Unido: El colapso de las cadenas de suministro y el brexit

Roy William Cobby 12-10-2021 Rebelión

El brexit o la salida de la Unión Europa, tan deseada por el actual gobierno conservador, estaría finalmente teniendo las consecuencias anunciadas en 2016. No sería extraño que, como hace medio siglo, esta crisis en Reino Unido anticipe un cambio de rumbo en la gobernanza económica global.

Desde el estallido de la crisis del covid-19, parece que los británicos se han estado entrenando para un triatlón continuo de escasez, pánico e improvisación. En primer lugar, la imagen de estanterías vacías en los supermercados que ha mutado en las largas colas frente a las gasolineras. En segundo lugar, el sufrimiento escalonado por la falta de bienes en varios momentos (primavera e invierno del 2020, verano del 2021) y los vídeos virales con escenas de violencia entre consumidores desesperados. En tercer lugar, la respuesta del gobierno: un abanico de soluciones sin patrón claro, desde cruzarse de brazos y entregarse a las fuerzas de mercado hasta la nacionalización directa de empresas.


En el continente europeo, la lectura es clara: “hace mucho frío fuera”. El brexit o la salida de la Unión Europa, tan deseada por el actual gobierno conservador, estaría finalmente teniendo las consecuencias anunciadas durante la campaña del referéndum en 2016. Pese a todo, existen problemas de suministro en todo el mundo que no son achacables al brexit. La particularidad británica es constituir una suerte de “experimento natural” respecto a las consecuencias de un desacoplamiento consciente de, en este caso, acceso a fuerza de trabajo. Este será el núcleo de la primera sección. Al mismo tiempo, no sería extraño que, como hace medio siglo, esta crisis en Reino Unido anticipe un cambio de rumbo en la gobernanza económica global. Para entenderlo, la segunda parte de este artículo tratará de encajar el problema en las redes de suministro como un síntoma de un dilema mayor: el papel del Estado en la economía.

¿Hacia un nuevo invierno del descontento?

El conocido como “invierno del descontento” es un mantra conservador asociado al conflicto entre el gobierno laborista y los sindicatos a finales de los años 70. La imposición de límites a las subidas salariales llevó a la huelga a varios colectivos, en un momento de desgaste para la izquierda que una Thatcher ascendiente logró aprovechar. La clave no fue tanto la disrupción del momento (apenas comparable con el impacto actual del covid-19), sino la asociación entre los sindicatos y sus efectos perjudiciales: trenes retrasados, basura sin recoger, autobuses parados… Hoy, la fuente de la disrupción no es el debilitado movimiento obrero británico, sino la combinación perfecta de una pandemia, un brexit innecesariamente duro y un gobierno con una preferencia por la improvisación y las soluciones temporales. Todo ello es fácil de ver en torno al caos en el sector de la logística.

Ya en invierno de 2020-2021, cientos de conductores europeos sufrieron atascos, retenciones y la imposibilidad de ver a sus familias por la falta de personal de frontera y suministros, como test de covid-19. Fue el período en que las restricciones al movimiento se ponían en marcha, aunque para entonces miles de transportistas ya habían abandonado el país. En los primeros meses de 2021, el gobierno afirmó que su agenda consistía en esperar a que las “señales de mercado”, la oferta y la demanda, solucionasen los problemas de escasez (de suministros o de trabajadores). Como justificación, el ministro de Economía se declaraba incapaz de intervenir en asuntos relativos a las cadenas de suministro global, sobre las que no tendría ninguna autoridad.

Pese a todo, esta postura oficial no corresponde con las medidas que el gobierno habría tomado. Es decir, confirmando la tesis de Polanyi respecto a la construcción de mercados, la acción del gobierno se ha caracterizado por una intervención constante y duradera. El problema es que esta intervención ha sido cortoplacista o ineficaz. Por ejemplo, la solución a principios del verano consistió en alargar el número de horas legales que pueden trabajarse en el sector logístico, con graves consecuencias para la seguridad en carretera y sin posibilidades reales de solucionar el problema. La cereza del pastel fue la crisis en el suministro de gasolina, un hecho notablemente presente en el imaginario colectivo como rasgo de un “país fallido”. En respuesta al caos y todavía sin admitir problemas profundos en el sector logístico, el gobierno movilizó a 200 militares para llevar gasolina a las zonas más afectadas.

Igualmente, puso a disposición de las grandes empresas a la flota estatal de camiones. Son todas medidas que implican reconocer un papel predilecto para el Estado, no una supuesta mano invisible, en garantizar la continuidad de las cadenas de suministro. Ninguna logró atajar el problema fundamental que debe solucionarse: la ausencia de miles de trabajadores necesarios para la continuidad del suministro de bienes y servicios.

Pese a su confianza en la eficacia del sistema migratorio tras el brexit, el gobierno reconoció implícitamente la dependencia respecto a conductores extranjeros mediante el desarrollo de un sistema de visados especial. En general, el sistema migratorio de puntos post-brexit se diseñó para reducir el número de trabajadores extranjeros en todos los sectores, excepto en agricultura. Pero estos visados especiales para el sector primario, en los que se basan los visados a transportistas, presentan condiciones draconianas. Por ejemplo, periodos obligatorios de seis meses durante los cuales no se puede regresar al país; y una dependencia para la permanencia legal que puede tornarse abusiva respecto al empleador. En teoría, este restrictivo sistema migratorio es una manera de poner a disposición de los empleadores un amplio mercado laboral que tendría muchas limitaciones para que los trabajadores protesten o encuentren alternativas. Es decir, el cielo para los primeros, y un infierno para los segundos.

Evidentemente, bajo esta premisa tan poco atractiva sería razonable que los campos ingleses siguiesen sin trabajadores y, por consiguiente, sus camiones aparcados en el garaje. De momento, el mecanismo de visados de emergencia diseñado por el gobierno británico habría atraído solamente a 27 trabajadores de los miles necesarios.

La respuesta está en el Estado

Es importante subrayar que la escasez de trabajadores no es un solo problema para Reino Unido. Las consultoras del sector plantean que ahora mismo faltarían 400.000 conductores de camiones en toda Europa (15.000 en España). Sí es llamativo el caso británico, cuya escasez correspondería al menos a un cuarto del total. Para empezar, existen dificultades logísticas naturales por una serie de factores estructurales, especialmente tras un arranque tan repentino de la demanda en la economía.

Por ejemplo, el déficit comercial histórico de Reino Unido reduce incentivos para los transportistas, que normalmente realizan portes vacíos a su regreso. Aun así, las políticas migratorias durante y después del brexit, en combinación con la pandemia, son un hecho específico del país. Aunque es difícil calcular el número exacto de conductores que se han marchado del país para no volver, una pequeña reducción en el número de trabajadores disponibles sería suficiente para causar estragos en todos los sectores.

Para evitar la debacle, el gobierno podría haber elegido salir de la Unión Europea bajo un régimen de circulación distinto. También podría haber visto las señales a finales de 2020 para atraer conductores cualificados con la promesa de mejores condiciones. De hecho, aunque algunos anuncios de vacantes con altos salarios se hicieron virales en redes, las condiciones laborales de los conductores en Reino Unido suelen ser mucho peores que las del continente europeo.

Ya hemos visto como una de las soluciones del gobierno ante la crisis fue alargar las horas de trabajo, pero estas jornadas ya suelen ser maratonianas. En una situación de monopsonio relativo (número limitado de compradores), las compañías de logística han apostado por reducir los costes laborales para competir por los contratos de supermercados y grandes cadenas. Por el contrario, y aunque sigue siendo una profesión dura y no exenta de riesgos laborales, al menos nominalmente la Unión Europea ha reforzado reglas para limitar la competición a la baja en el sector de la logística.

Precisamente porque hay problemas en el resto del mundo y porque el gabinete conservador tenía otras opciones sobre la mesa, urge mirar más allá del Brexit para entender la estrategia cambiante del Partido Conservador (el más antiguo y el más exitoso de Europa). En su reciente discurso a los militantes, Boris Johnson ha conectado estos problemas de suministro con el fin de un modelo laboral “cimentado por trabajadores migrantes con bajos salarios”.

Es importante subrayar que en ningún momento se debe simplemente repetir esta afirmación como válida: los migrantes no son responsables de sus salarios, o su presencia reduce el empleo. Es una falacia común en el tertulianismo económico, que también encontramos en los debates sobre automatización. No existe un número determinado de trabajos en la economía: al contrario, más trabajadores pueden aumentar la masa salarial, aumentando la demanda y por tanto la inversión y la contratación de nuevos trabajadores.

Dejando a un lado su intención de apelar a la xenofobia en torno al brexit, la visión económica de Johnson, ya perfilada en las elecciones de 2019, busca principalmente trascender la última década de gobiernos conservadores y su mentalidad de austeridad (que, en cualquier caso y como apunta la evidencia económica, no logró ni rebajar el déficit, ni generar crecimiento o empleo). Sobre todo, sus declaraciones subrayan una y otra vez que deben subir los salarios y que las empresas deben invertir en productividad. Las colas y la escasez no serían más que un temporal precio a pagar de camino a una economía más dinámica, con un papel más activo para el Estado.

Efectivamente, las acciones del gobierno han sido llamativas en varios sectores, como los ferrocarriles. Tras nacionalizar temporalmente todo el sector durante la pandemia, recientemente el gobierno británico tuvo que tomar el control de una franquicia privatizada que habría extraviado 25 millones de libras en dinero público. Además de los bienes públicos desplegados para atajar la crisis en logística, el gobierno también ha nacionalizado empresas clave en cadenas de suministro. Por ejemplo, una acería que es socio preferente del Ministerio de Defensa.

La nacionalización de una acería por el partido de Margaret Thatcher es un hecho simbólico de una transición clave en el modelo de gobernanza económico. Pero no es un “retorno del Estado”, como algunos han querido argumentar. Las reformas llevadas a cabo por Thatcher, Reagan y sus émulos en occidente requirieron intervenciones públicas constantes; la prueba está en que ninguno de estos gobiernos conservadores redujo sustancialmente el gasto público. Más bien, este gasto público se redirigió a otras funciones y, especialmente, hacia aquellos electorados susceptibles de votar conservador.

Por ejemplo, la privatización masiva de vivienda pública se cimentó con limitaciones aplicadas a gobiernos locales para la construcción de viviendas. La normalización de los subsidios para inquilinos es otro ejemplo: en lugar de facilitar el acceso a la vivienda de alquiler, se hace una transferencia de dinero público a los que alquilan, que se embolsan los rentistas (que, irónicamente, poseen casas antaño financiadas por el Estado). Por tanto, quien asocie el estatismo con un supuesto “giro a la izquierda” se equivoca. Tony Danker, el director de la patronal británica, seguramente se refería a este estatismo conservador cuando despreciaba los poderes de la mano invisible, rogando al gobierno que no esperase que los mercados laborales “se autocorrigiesen”.

No es el único líder empresarial que ha demandado planificación central. Estos tiempos de crisis ofrecen las curiosas imágenes de ejecutivos gorra en mano, pidiendo por favor al Estado que acabe con sus preocupaciones sin reparar en gastos. Por ejemplo, Takeshi Hashimoto, el director ejecutivo de la naviera Mitsui OSK Lines, afirmaba que “si se depende exclusivamente de la economía de mercado, compañías e individuos esforzándose para encontrar la mejor solución para ellos mismos resultaran en más y más caos y una situación fuera de control”.

Las redes globales de puertos, aeropuertos, almacenes y trenes se diseñaron pensando en aumentos anuales y graduales de la demanda, con pequeños picos. Estas cadenas de valor operan como redes muy desiguales, donde las multinacionales hacen y deshacen mercados de bienes intermedios. Sin embargo, ante una crisis como el covid-19, las empresas se han visto incapaces de coordinar esfuerzos y han multiplicado los problemas en el resto de la economía. Los microchips, la columna vertebral de la digitalización, son un ejemplo paradigmático de esta fragilidad. La Secretaria de Comercio estadounidense achacó directamente a la falta de inversión y manufactura coordinada dentro de sus fronteras como el factor diferencial.

Aunque no hay espacio para detallar todas las consecuencias de estos cortocircuitos, lo que es evidente desde el estallido de la pandemia es la importancia de la “morada oculta de la producción”, como la llamaban los primeros observadores de nuestro sistema económico. La fuerza de trabajo, los recursos naturales, las infraestructuras… Todas ellas son la base de la economía de mercado y, sin embargo, su producción no se ajusta a las leyes “naturales” de la oferta y la demanda. Por mucho que lo parezca en los monitores de los corredores de bolsa, nuestra economía todavía no ha logrado desmaterializarse.

Por tanto, un desacople repentino de, por ejemplo, un mercado de trabajo continental no puede solucionarse con un puñado de visados o incentivos que envíen las señales correctas al mercado. Derrotar al covid-19 ha implicado niveles de planificación estatal en los países occidentales, como el recurso a leyes de defensa nacional, nunca vistos desde las guerras mundiales. Este activismo demuestra que nuestros gobernantes, pese a que acostumbran a fingir que obedecen las “leyes de mercado”, saben perfectamente que el Estado es un actor fundamental en nuestro sistema económico. Podremos encontrar admisiones más o menos explícitas en discursos recientes de gobernantes que no pertenecen a la izquierda, como Biden o Macron. De la misma manera, a la luz de los efectos de las últimas dos crisis económicas, el partido conservador británico ha entendido que es el momento para movilizar al Leviatán tras su agenda.

Un discurso con réditos electorales, pero sin soluciones claras

El discurso neo-estatista de Johnson, pese a las protestas de algunos de los diarios de cabecera conservadores, parece estar calando entre simpatizantes y militantes. Pero no está claro que el gobierno se haya comprometido realmente con esa transformación que no ha parado de prometer desde la salida de la UE. Los anuncios de vacantes con salarios relativamente altos para transportistas sirvieron para que el gobierno asociase el fin de la inmigración europea como otro triunfo para los británicos. Sin embargo, según cifras de septiembre las subidas se han limitado a unos pocos sectores afectados gravemente por la disrupción.

Muchos nuevos empleos en el sector servicios, fuera de la logística, ofrecen el salario mínimo; buena cantidad de los aumentos se ofrecen como bonus temporales, no adiciones salariales permanentes. El final de estos problemas de suministro, el reclutamiento de trabajadores suficientes, y el retorno al mercado laboral de muchos acogidos a programas estatales podrían acabar con esta subida localizada. Recordemos que, antes del covid-19, los salarios británicos ajustados por inflación sufrían su mayor estancamiento desde… ¡las Guerras Napoleónicas!

De hecho, incluso una subida salarial generalizada no tendría por qué acabar con los problemas de suministro. Existirían varias histéresis o inercias que complican la visión de una solución sencilla a la escasez sin contar con asistencia de trabajadores extranjeros. Sobre todo, persiste la desigualdad geográfica que afecta a Reino Unido y que ya alimentó la división causada por el brexit entre ciudades prósperas y jóvenes, y zonas postindustriales empobrecidas y envejecidas. Aunque en el Sur haya vacantes y falten trabajadores, y en el Norte abunde el paro estructural, los salarios potenciales y el alto coste de la vivienda no serían suficientes para atraer nuevos trabajadores. Esto también se debe al hecho de que, durante décadas, ciertas profesiones (y su compensación salarial) se hayan demonizado, vistas como propias de la clase obrera extranjera, y por tanto no atraigan nuevos trabajadores. Evidentemente, las bases materiales de estos desafíos económicos contemporáneos requieren mucho más que cultivar la xenofobia y apelar al trabajo duro.

Una Navidad caótica presentaría otro desafío discursivo para un gobierno Johnson que, en cualquier caso, ya ha afrontado cambios de opinión en tantos temas que es imposible establecer cuál era la posición original del gobierno. No sería sorprendente una llamada desesperada a trabajadores extranjeros en el último momento. Esta mendacidad no se ve habitualmente castigada en las encuestas, que mostraban amplias mayorías para los conservadores incluso en los peores momentos de la pandemia o el brexit. Los medios de comunicación (o bien gubernamentales o bien de tendencia conservadora en su mayoría) por intención u omisión habrían fracasado a la hora de romper la coalición ganadora de Boris Johnson entre profesionales acomodados del Sur y propietarios jubilados del Norte. Finalmente, en un momento en que el resto del mundo busca un acomodo para el Estado más activista, la oposición laborista prefiere apostar por la moderación en el gasto e imitar gestos conservadores de ley y orden. Esto deja al Johnsonismo un amplísimo espacio electoral para engullir un electorado británico sin alternativa real de gobierno.

Análisis | El colapso de las cadenas de suministro y el Brexit - El Salto - Edición General El Brexit o la salida de la Unión Europa, tan deseada por el actual gobierno conservador, estaría finalmente teniendo las consecuencias anunciadas en 2016. No sería extraño que, como hace medio siglo, esta crisis en Reino Unido anticipe un cambio de rumbo en la gobernanza económica global. www.elsaltodiario.com


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