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Colombia. El país en el que todo es posible

Carlos Gutiérrez M. desde abajo 9 de agosto 2022


Somos dos países a la vez:

uno en el papel y otro en la realidad.

Gabriel García Márquez

En un país en el que la democracia no supera la formalidad del voto, con los derechos fundamentales pendientes de realización plena, tras gobiernos que durante dos siglos estuvieron al servicio de terratenientes, oligarcas, burgueses y todas sus redes de poder y control, producto de lo cual la injusticia social es norma, se vive un giro producto del cual los millones que lo habitan se adentran en un nuevo periodo de su vida republicana en el cual todo puede suceder, tanto un avance transformador como el predominio y prolongación de la inercia política.

Una doble posibilidad que no debe quedar al margen del análisis: Por un lado realizaciones, cambios, superaciones, transformaciones que de concretarse desatarán energías multiplicadas de creatividad y confianza en un futuro de justicia, equidad, convivencia y paz. Otra democracia, que haga honor a su palabra, podrá encarnarse en la vida cotidiana de quienes padecen los efectos de su negación. Por el otro, la prolongación de lo hasta ahora conocido, fruto del privilegio de los acuerdos por arriba, y una atención menor a contar con la disposición de los de abajo, método hasta ahora priorizado en la estructuración del equipo de gobierno y perfilamiento de las reformas por liderar que puede no solo cosechar la desilusión social sino también su ira.

Dos caras de una realidad en la que sobresale la disposición del país nacional para el cambio, como fue evidente en la segunda vuelta en la disputa entre dos campañas que animaban a lo mismo y conectaban con conglomerados sociales dispuestos a concretarlo; campañas diferenciadas, entre otras cosas, en el ritmo y el método para hacer realidad lo prometido. Bien, para hacer efectiva la transformación anunciada y por concretar en el periodo 2022-2026, es indispensable que quienes asumen las riendas del gobierno el 7 de agosto, como lo han defendido, estén comprometidos hasta la médula con el programa de cambio ofertado. Y parte de ese compromiso debe materializarse en el estímulo a la conformación/consolidación de un sujeto social activo de gobierno.

No es un reto menor, ya que el camino para concretar tal giro no está libre de bloques de clase dispuestas a obstaculizar y, si es necesario, impedir un reformismo efectivo; pero también si la voluntad de revolver el país no está soportada en la participación directa y permanente de las fuerzas sociales que votaron por el cambio. Las circunstancias que sobrelleva el sistema mundo capitalista no pueden perderse de vista, toda vez que la crisis larvada que lo arrincona puede constituirse en una rémora que carcoma y hunda el cuerpo en el que se abrace.

Es aquella una disputa en la que hay que superar a las fuerzas de contención, tensión y confrontación apropiadas a lo largo de su dominio del gobierno y del poder de la riqueza y la renta nacional, de lo cual las astronómicas cifras públicas privatizadas vía corrupción no quedan por fuera, lo que arroja como resultado uno de los países con mayor desigualdad en el mundo y uno de los dos más desiguales en América Latina, sino el primero, si se detallaran más allá del coeficiente Gini las brechas reinantes producto de la distribución de ingresos, los niveles de desigualdad imperantes entre sus regiones, incluso al interior de aquellas con mayor pobreza relativa –evidencia del desigual acceso a medios de producción y lo generado con ellos–, pero también la baja calidad del trabajo al que se accede, remunerado, además, de manera totalmente insuficiente (1).

Las fuerzas ahora en oposición, apropiando en su beneficio lo público, potencian, protegen y animan a lo largo de las décadas el rentismo como mecanismo de dominio político, y no solo como expresión de poder señorial, como sucedía en la Colonia, prolongando así la vigencia de una deformada estructura económica y política que en todo momento estimula el individualismo y la competencia, y que justifica la desigualdad social sin darle paso a la necesaria acción colectiva como opción indispensable para dejar atrás el desinterés por lo público y romper los reinantes indicadores de injusticia social que polarizan el cuerpo de la sociedad que somos.

El predominio del rentismo abre y prolonga el camino a una estructura socioeconómica en la que la minería, la especulación y la trampa encuentran todos los espacios para existir y prolongarse en el tiempo, hallando también en la connivencia social un aire propicio para ello. “Cómo voy yo ahí” (el célebre CVY), es un decir por doquier. De allí el terreno abonado, encontrado por el narcotráfico, el paramilitarismo y el neoliberalismo mismo para determinar el rumbo del país a lo largo de por lo menos las últimas cuatro décadas.

Ese rentismo tiene otra de sus manifestaciones en el control de la tierra, como factor de poder político y dominio territorial, más que como soporte de producción y generación de riqueza nacional. Es así que, como en la Colonia y dos siglos después, el amasamiento de este apreciado recurso garantiza prestigio, abre espacio para el control social, y facilita todo tipo de maniobras ilegales, o que nadan entre lo legal y lo ilegal.

Es así como la tierra, en grandes extensiones, está dedicada al pastoreo de pocos semovientes, improductiva, bloqueando la realización vital de cientos de miles de campesinos e indígenas que la requieren para, con esfuerzo propio, vivir en dignidad. Una realidad que en lo urbano arrincona en el hacinamiento a miles de familias, al tiempo que somete a otras tantas a vivir en ranchos construidos al borde de la muerte.

Sabanas, valles, altillanuras, montañas, monopolizadas por una minoría, son un formidable combustible para la confrontación armada que registra el país desde por lo menos sesenta años atrás, potenciada desde los años 80 del siglo XX por el narcotráfico y el paramilitarismo, factores antecedidos en su ilegalidad por amplias redes de contrabando que conoció el país a lo largo de su historia nacional.


En cuanto a la ilegalidad servida del Estado al servicio de unos pocos, hay que señalar que este se mantiene preocupado en lo esencial por realizar el control armado de un territorio en cuyas extensiones viven millones de personas que, desde tiempos inmemoriales esperan la realización de lo que reza la Constitución, o lo prometido por los políticos en campaña, y en lo que, ante la letra muerta de derechos y la voz apagada de las promesas, cada quien echa mano de lo que puede, sin dudar en explotar de manera no autorizada ni con cuidado del medio ambiente las vetas de diversos minerales, de oro en mayor escala, bien en tierra seca; bien en ríos, arrasar bosques, mercadear con especies animales en vías de extinción o cualquier otro rebusque capaz de garantizar lo necesario para no morir de desesperanza.

La tierra, por cuyo dominio en grandes extensiones se batieron terratenientes-gamonales y oligarcas a lo largo del siglo XIX en sucesivas guerras civiles, en las que comprometían la vida del campesinado que habitaba los territorios bajo su control señorial, es una clara expresión del manifiesto dominio servil, solo quebrado de manera evidente en la segunda mitad del siglo XX, cuando los indígenas logran un reconocimiento real de una parte de sus derechos. En este mismo tiempo también toma forma la insurgencia armada, primero como autodefensa contra la violencia desatada desde las altas esferas del poder contra el campesinado liberal, y luego como manifestación revolucionaria por otra sociedad posible.

Pese a todo, a los intentos de reforma agraria pretendidos por la burguesía, que buscaba abrirle espacio a la modernización capitalista del país (1934-1962/70), lo que conoció y padeció Colombia fue un amplio proceso de contrarreforma agraria, primero vía Pacto de Chicoral (1972) y luego de la mano del paramilitarismo, cuyos integrantes –bajo la estela de muerte e intimidación con que sembró el país– se apropiaron de más de siete millones de hectáreas, desplazando igualmente a no menos de ocho millones de campesinos que vivían en los territorios objeto de aquel afán de poder y control político, económico y militar.

Es así como, “[…] según el Censo Agropecuario de 2014 del Dane, de 2 millones 370 mil Unidades Productoras existentes en el país, un 70 por ciento cuenta con menos de 5 hectáreas y su extensión acumulada asciende a sólo 2 millones 160 mil hectáreas, es decir, el 1,98 por ciento del área total del territorio nacional. El porcentaje de Unidades Productoras con un área superior a 1.000 hectáreas asciende a 5 mil 842 (0,25% del número total) y su área acumulada asciende hasta unos 80,4 millones de hectáreas (74% del área total). En congruencia, la distribución de la tenencia de tierra es tal que el coeficiente Gini resultante a nivel nacional sería superior al 0,83” (2).

Tenemos así, fruto de la apropiación del Estado para su servicio y beneficio, de la concentración de la riqueza nacional por una minoría, de la negación no solo de tierra para quienes la trabajan o la consideran parte de su ser y cosmovisión, sino también del goce de servicios públicos eficientes y a tarifas accesibles, vivienda digna, educación plena, trabajo estable y bien remunerado, como otro cúmulo de negaciones, una estructura social claramente desigual, producto de la cual un escaso “[…] 2,7 por ciento de los hogares o un 1,6 por ciento de las personas podrían clasificarse como de clase alta, con una participación de 15,0 por ciento en el total de ingresos de los hogares o personas del país. (Como clase media clasifica) el 27,2 por ciento o un 34,6 por ciento de los hogares, los cuales participan con un 52,0 por ciento del ingreso total de personas y hogares. (En el amplio espectro de clases populares registran) un 33,9 por ciento de los hogares o un 35,4 por ciento de las personas que viven en situación de vulnerabilidad, con un 23,2 por ciento de los ingresos totales. (Asimismo), un 28,7 por ciento de los hogares o un 35,8 por ciento de las personas que viven bajo la línea de pobreza monetaria, con una participación de apenas el 9,8 por ciento de los ingresos totales del país. (Quienes así viven), unos 4 millones 286 mil, se corresponden con 17 millones 462 mil personas, es decir, el 35,8 por ciento de la población. Entre ellos existen 2 millones 57 mil hogares en situación de pobreza extrema o un 13,8 por ciento del total de hogares, con 8 millones 473 mil personas. (Este amplio espectro de lo popular registra, por tanto, que) el porcentaje de hogares vulnerables y pobres en términos monetarios corresponde al 63 por ciento del total de hogares y al 71 por ciento de la población” (3).

Bien, quebrar las constantes que han llevado a Colombia a este extremo de cosas es lo que promete realizar el nuevo gobierno. No es poco: redistribuir la tierra concretando una efectiva y real reforma agraria de cara a un modelo medioambiental de vida y convivencia con la naturaleza; romper el rentismo y de su mano el clientelismo y el narcotráfico, superar el paramilitarismo y sellar la paz con todos los factores de violencia que someten a zozobra muy amplias regiones del país, operar una reforma tributaria que garantice, en efecto, que quien más tiene más paga, a la par de implementar una auténtica intervención estatal en lo productivo, en el campo como en la ciudad, que abra espacio para una real soberanía nacional en todos los planos, entre estos el alimentario, el productivo y el militar, y con todo ello doblarle el espinazo al neoliberalismo, superando al mismo tiempo el sometimiento mantenido a lo largo de la historia nacional republicana a los intereses y la agenda de Estados Unidos, para facilitar así un liderazgo regional en pro de la integración, el diseño y concreción de un modelo de convivencia más allá de las fronteras nacionales, son algunos de los retos que esperan del gobierno del Pacto Histórico, más que reformismo desde arriba, que lo pueden entrampar entre acuerdos y concesiones por gobernabilidad, una acción por el cambio desde abajo.

Tales realizaciones permitirían que el país no sea más bifronte, dejando atrás lo enunciado en el epígrafe de esta editorial por García Márquez, producto de lo cual la democracia será, más allá de formalmente liberal, en efecto, participativa, directa, integral, radical y plebiscitaria. En fin, una democracia para la vida y no para encubrir el enriquecimiento y el poder de unos pocos (4).

1. Garay, Luis Jorge, Colombia. Desigualdad y exclusión social, ilegalidad y conflictividad, p. 80 (En preparación editorial).

2. Ibíd., p. 63

3. Ibíd., p. 76

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