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Cuauhtemoc electo tlahtoani a los 20 años.

Pablo Moctezuma Barragán


La noche del 30 de junio al 1 de julio de 1520 Cuitláhuac, Cuauhtémoc y sus combatientes habían logrado una gran hazaña derrotando al enemigo que huyó en medio de la noche tras de que los españoles asesinaron a Moctezuma Xocoyotzin y a numerosos tlahtoanis y sus familias prisioneras en el  Palacio de Axayacatl. Esa fue la noche victoriosa para nosotros.


Fue un gran triunfo pero el corazón de Cuauhtemoc estaba adolorido ante tanta muerte injusta y violenta de los valiosos habitantes del Anáhuac, espléndidos dirigentes, entrañables y sabios, familiares, mujeres, jóvenes inocentes, entre ellos los hijos de Moctezuma. Pero se sentían satisfechos de haber propinado una singular derrota a los invasores. Su ánimo estaba alto, pero no se confiaban, se preparaban para nuevas batallas contra las huestes de Hernán Cortés, esa peste que había caído desde Europa.


Esa noche a los españoles no les sirvió su alianza con pueblos indígenas, ni su superioridad de armamento, caballos, cañones, perros de guerra, arcabuces, lanzas y espadas de acero. Es claro que los mexicas podían haberlos aniquilado por completo, pero no lo hicieron porque no era su costumbre, y los enemigos ya habían salido de Tenochtitlan.  


El trayecto de los conquistadores continuó de Tlacopan (Tacuba) hacia Otumba. En el camino, hacia el oriente del valle de México, con sed de venganza, masacraron pueblo de Calacoayan antes de pernoctar en Teocalhueyacan (actualmente San Andrés Atenco).


Dicen los cronistas militares que tuvieron que confrontar nuevamente a los guerreros mexicas en el episodio conocido como batalla de Otumba, la cual terminó, según cuentan, con la muerte del capitán mexica que iba al mando, debido a que los perseguidores se disiparon y huyeron, pero hay fuentes que afirman que es otro invento de Cortés para quedar bien con el rey. De hecho, el Códice Ramírez refiere que llegaron refuerzos indígenas aliados de Cortés a apoyarlo y que él, muerto de miedo y pensando que eran enemigos, los atacó, y luego inventó su supuesta “hazaña” de Otumba del 7 de julio de 1520.


Finalmente, los conquistadores pudieron llegar al territorio aliado de Tlaxcala. Entre los españoles, tristes por haber perdido parte del botín, temerosos y enojados, comenzó la división y hubo brotes de rebelión contra su capitán. Llegaron los rufianes heridos, agotados y vencidos, por lo que Cortés, lleno de rencor y sed de venganza, solo quería sangre y terror para demostrar que sí podía, intentando animar a su ejército con una victoria fácil.


Volvió el rencoroso extremeño al combate eligió atacar Tepeaca, ubicado entre Veracruz y Tenochtitlan, donde cruelmente ordenó que masacraron a niños, mujeres, ancianos; a los adultos, en lugar de matarlos, los capturaron para venderlos como esclavos, les marcaron el rostro, el brazo, la pierna o la nalga con un hierro al rojo vivo. Así comenzó la verdadera esclavitud en el Anáhuac. Cortés se vengó de la derrota de su noche triste y aplicó en la región el terror sin piedad, mató a miles de personas (lo mismo hizo en sitios como Tecamachalco, Alapetlahuacan y otros). Se estableció en la zona y nombró al lugar como Segura de la Frontera, desde ahí, en octubre de 1520, escribió la segunda carta de relación a Carlos V, narrándole distorsionadamente todo lo sucedido varios meses antes, tuvo semanas para elaborar sus mentiras.


Previamente, cuando llegó a Texcoco, antes de atacar Tenochtitlan, tomó represalias porque la población había huido y sembró el terror. Cortés, apoyado por el traidor texcocano Ixtlixóchitl, “mató a los hombres que quedaban y capturaron niños y mujeres para venderlos en pública subasta”. Cuánta ignominia.


Cuitláhuac, junto con Tlacohtzin, que era el nuevo cihuacóatl, convocó a los pueblos del Anáhuac a aliarse contra el invasor. Tenía como aliados, entre otros, a los tlatelolcas, los tepanecas y pueblos de Tlalnepantla, Cuautitlán, Tenayuca, Otumba y Cuauhtlalpan. Cuitláhuac, al buscar la alianza con los purépechas de Michoacán, que eran enemigos tradicionales, mandó mensajes a Irecha Tangaxoan, quien era el caltzonzin o dirigente principal, para aliarse contra los españoles, pero no tuvo éxito.


Cuitláhuac siempre desconfió de los extranjeros malolientes que vivían semanas sin bañarse. Fernando Alva Ixtlixóchitl afirma que en la reunión del Consejo en la que se decidió recibirlos, Cuitláhuac opinó: “Mi parecer es, hueyi tlahtoani, que no me táis en nuestra casa a quien nos eche de ella, y no os digo ni aconsejo más”, mientras que Cacama, dice él, fue favorable a acogerlos según su costumbre, y esta opinión prevaleció en el Tlahtocan. Con las consecuencias narradas, hasta que los mexicas, dirigidos por Cuitláhuac, expulsaron a los traidores invasores.


Pronto, en septiembre, se desató una terrible epidemia de viruela, enfermedad desconocida en el Anáhuac, para la que la población no tenía anticuerpos. Los ejércitos de mexicas y sus aliados comenzaron a sufrir fuertes pérdidas. Desgraciadamente, Cuitláhuac también se contagió. Los españoles habían traído enfermos de viruela procedentes de Cuba y la epidemia cundió rápidamente.


El hueyi tlahtoani Cuitláhuac continuó con energía la defensa de su pueblo y nunca fue derrotado, hasta que en noviembre de 1520 murió a causa de la viruela, enfermedad que no existía en el Anáhuac antes de la invasión española.


Cuitláhuac murió invicto. Los españoles lo odiaban tanto que ni siquiera registran bien su nombre, lo llamaban Quetlavaca o Coadlabac y de otras formas, siempre han tratado de mantener oculto el extraordinario mérito de este heroico hueyi tlahtoani. Incluso se dice que, en realidad, se llamaba Cuauhtláuac (Águila sobre el agua) y que los españoles le pusieron Cuitláhuac, que viene de cuitlatl o excremento. También se cuenta que “excremento” no era un término peyorativo para los mexicas, ya que la caca era un fertilizante y que, incluso, al oro le decían excremento divino o teocuitlatl. El hecho es que los españoles trataron de mantener todo lo referente a su persona en la oscuridad y la indefinición, ya que era el general que los había humillado al propinarles una total derrota. Al morir este valiente mexica, contaba con alrededor de 44 años de edad.


Cuauhtémoc no podía creerlo, en unas cuantas semanas había perdido a muchos de sus seres más entrañables, su tío Moctezuma, ahora su tío Cuitláhuac. Con la muerte de estos, los mexicas y aliados se vieron privados de la dirección de estos sabios gobernantes y geniales militar. Cuauhtémoc, entre lágrimas, se prometió a sí mismo luchar hasta el final y seguir el ejemplo de los valientes Moctezuma y Cuitláhuac, seguir peleando y resistiendo como ellos ejemplar mente lo hicieron.


Entre noviembre y diciembre de 1520, el Tlahtocan eligió a Cuauhtémoc, a pesar de su juventud, por sus méritos, el Guerrero Águila que en ese momento era tlacatécatl (jefe del ejército) de Tlatelolco, como hueyi tlahtoani, fue nombrado a finales de 1520, y la ceremonia pública del valiente joven de 20 años se celebró alrededor de febrero de 1521.


El nombre de Cuauhtémoc significa “águila que desciende”, no “águila que cae”. El águila descendió para atacar a los españoles y dio una batalla heroica. El asedio español contra los defensores de Mexico Tenochtitlan comenzó el 26 de mayo de 1521.


La Confederación había renovado a sus tres tlahtoanis: junto a Moctezuma, de Tenochtitlan, fueron asesinados Cacama, de Texcoco, y Totoquihuatzin, de Tacuba. Los tres aliados habían ido a recibir a los visitantes y fueron secuestrados y asesinados en la Casa de Axayácatl. Sufrieron idéntica suerte esa noche fatal (Romerovargas, 1964).


Para sustituirlos, Tetepanquetzal asumió la función de tlahtoani de Tacuba; Coanacoch, de Texcoco, y Cuauhtémoc, de Mexico-Tenochtitlan. Los tres serían asesinados tiempo después en Izcancanac por Hernán Cortés el 28 de febrero de 1525.


A finales de enero de 1521, Cortés ya estaba en Texcoco, y Cuauhtémoc mandó atacarlo. Comenzaron las escaramuzas. Cortés pone sitio a Tenochtitlan por las calzadas de Iztapalapa al sur, Tepeyac al norte y Nonoalco al oeste; por agua cierran el sitio 12 bergantines.


La situación que enfrentaban los mexicas era muy compleja, los invasores habían construido 13 barcos que se enfrentaban con éxito a las canoas. Para entonces, ya dominaban Texcoco, Tepeac, Tecamachalco, Iztapalapa, Chalco, Xaltocan, Azcapotzalco, Tacuba, Xochimilco, Cuauhnahuac (Cuernavaca) y Coyoacán. Desde esa base comenzó el sitio de Tenochtitlan, en mayo de 1521 año yeyi calli (tres casa).


Los invasores y sus aliados destruyeron los acueductos que abastecían de agua a Tenochtitlan desde Chapultepec y Zacopincan, y al tener cerradas todas las calzadas impidieron que ingresara ayuda y alimentos. Además, fatalmente, cundió la viruela entre las tropas de los sitiados, lo que resultó desastroso.


Los bergantines iban a la caza de las canoas que llevaban agua y abasto, las capturaban y apresaban a sus conductores. Cortés y Sandoval iban ganando cada día albarradas y calzadas. Finalmente, acabaron con la única fuente de agua que mantenían los mexicas. Los dejaron muriendo de sed.


Sin embargo, los defensores no cejaban. Siguieron luchando en todos los frentes y derrotando a los enemigos: por el sur a Cortés, por el oeste a Alvarado y por agua a los bergantines. En cierto momento, Cortés cayó prisionero y herido, pero como los mexicas no mataban, esto dio oportunidad a que lo salvaran sus compañeros que lo rescataron (Guzmán, 2000).


Tenochtitlan no cayó a la primera semana ni al primer mes. La resistencia fue heroica. Luchaban día y noche, casa por casa, con hambre, sed, diezmados, cada vez más débiles, pero resistiendo. No había alimentos. Dice el poema náhuatl traducido por Garibay: “Hemos comido palos de coloría/ hemos masticado grama salitrosa/ piedras de adobe/ lagartijas/ ratones/ tierra en polvo/ gusanos”. En ese extremo de necesidad no comieron carne humana; es claro que no era su costumbre, ni siquiera en esa hora extrema.


Por cierto, Hernán Cortés le escribió al rey que él nunca vio un sacrificio humano (Cortés, 1963, p. 88), según dijo que, porque él los había prohibido, pero todos sabemos que una costumbre arraigada no se elimina de golpe con un decreto. No existían los sacrificios humanos que inventaron los españoles.


La moral de los guerreros y de la población siempre se mantuvo alta. Dice Bernal Díaz del Castillo: “Todos los noventa y tres días que sobre esta ciudad estuvimos de noche y de día, daban tantos gritos y voces unos capitanes mexicanos apercibiendo  los escuadrones y guerreros que habían de batallar en las calzadas…”.


Batallones de mujeres pelearon con bravura; niños, jóvenes, ancianos, todos lucharon bajo la dirección de Cuauhtémoc. El esfuerzo fue sobrenatural, pero los combatientes comenzaron a escasear a causa de las grandes bajas sufridas. Aun así, dice Bernal que “nos dieron recia guerra; les heríamos y matábamos muchos, paréceme deseaban morir peleando, andaban con nosotros pie con pie, e mataron españoles. Pero su fuerza iba decayendo”.


A pesar de estar sitiados, iban hasta donde acampaban lo españoles y, con atrevimiento, les tiraban piedras y flechas, pero aquellos respondían con tiros para rechazarlos y hacerles mucho daño.


Cuauhtémoc cambió su cuartel general al teocalli de Tacacolco, donde hoy está la iglesia de Santa Ana en la zona de Tlatelolco, la isleta de Amáxac, por el rumbo de Santa Lucía, al este de las calles de Peralvillo (Guzmán, 2000).


Cortés envía mensajes de paz a condición de que se rindan. Cuauhtémoc los rechaza. El cronista Cervantes de Salazar, en su Crónica de la Nueva España, dice que contestó: “Diréis a Cortés que no hable de amistad ni la espere jamás de nosotros, porque estamos tan determinados de ver el fin de este negocio peleando, que aunque no quede más de uno, ha de morir haciendo esto. Perdido hemos lo más; que perdamos lo menos no es mucho. No queremos vida sin libertad y sin la conversación y compañía de nuestros amigos y deudos que en esta guerra hemos perdido. Si muriéramos, para eso nascimos e iremos más prestos a gozarnos con ello, diciéndoles que los imitamos y hicimos lo que ellos […] os podéis ir para no volver jamás” (Cervantes, 1971).


El joven tlahtoani dio todo de sí para defender a su pueblo, el que se enfrentó con gran audacia, dignidad y energía al invasor y a sus aliados.

 
 
 

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