Del barco negrero a la Torre Eiffel: se cumplen 200 años de la deuda que Francia impuso a Haití
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Lautaro Rivara 17/04/25 Diario Red
El 17 de abril de 1825 una potencia esclavista e imperial impuso a su ex colonia la primera política neocolonial de la historia. “No existe documento de civilización que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie”. La cita, por demás conocida, fue escrita en «Sobre el concepto de historia», del filósofo alemán Walter Benjamin. Sería difícil encontrar una síntesis más adecuada de uno de los aniversarios más infames de la historia de la humanidad: el bicentenario redondo de la imposición de Francia a Haití de la llamada «deuda de independencia», así como sería difícil hallar un “documento de civilización y barbarie” más simbólico y controversial.
Nos referimos al que quizás sea el más emblemático monumento europeo: la universalmente conocida Torre Eiffel, aquella infraestructura omnipresente en postales, películas, llaveros, libros de poesía y manuales de francés, visitada anualmente por entre 5 y 7 millones de turistas de todo el planeta. ¿Pero qué tiene que ver el símbolo predilecto de la bohème y la Belle Époque con la trágica historia de la esclavitud, la plantación, la trata negrera y el colonialismo?
Todo comenzó cuando en las postrimerías del siglo XVIII, en la colonia más fabulosamente rica del planeta –lo que entonces se conocía como Saint-Domingue, al oeste de la isla La Española, en pleno Mar Caribe– inició una rebelión de mulatos propietarios que vieron en la Revolución Francesa una oportunidad para peticionar por su igualdad de derechos frente a los propietarios blancos, así como para negociar ciertos márgenes de autonomía local y su propia representación frente a la Convención Nacional. Hasta entonces, la suerte de cientos de miles de afrodescendientes esclavizados bajo el yugo brutal de la plantación –principal pero no exclusivamente azucarera–, en cuya dinámica infernal un esclavo vivía un promedio de 7 años, no encontraba representantes claros. La llamada “Perla de las Antillas” no ofrecía a todos sus fulgores.
Pero en un encadenamiento de eventos catastróficos, tanto en Francia como en Saint-Domingue, ésta rebelión pasaría a desatar las fuerzas dormidas de los “condenados de la tierra”, adquiriendo la forma y el contenido de una revolución anti-esclavista y anticolonial (bajo el comando del precursor Toussaint Louverture), y luego también los contornos de una revolución anti-plantacionista, nacional, cultural e independentista (bajo la dirección del auténtico padre de la nación haitiana, el general Jean-Jacques Dessalines, denostado –cuando no directamente silenciado– por la historiografía occidental, incluso progresista). La Revolución Haitiana se plantearía incluso como una revolución universal e internacionalista, alumbrando la primera intelectualidad anticolonial del continente y promoviendo activamente al combate a la esclavitud, la trata y la deshumanización en todo el hesmiferio, desde Brasil hasta los Estados Unidos. Tout moun se moun, “todas las personas son personas” en la lengua nacional de Haití, sería desde entonces la divisa del avanzado humanismo anticolonial surgido en la entraña del llamado “Atlántico Negro”.
La Revolución Haitiana se plantearía incluso como una revolución universal e internacionalista, alumbrando la primera intelectualidad anticolonial del continente y promoviendo activamente al combate a la esclavitud, la trata y la deshumanización en todo el hesmiferio
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Luego de 13 años de una guerra colosal que devastó la economía y la ecología isleñas (las plantaciones, recuerdos traumáticos, fueron en buena medida arrasadas), los exesclavos acabaron por vencer a los esclavistas organizados en el ejército más poderoso de la tierra; el napoleónico. Mucho antes de ser derrotado en Waterloo en 1815, como aún se enseña en la escuela a los niños europeos y nuestroamericanos, Le Petit Caporal mordió el polvo de los campos de Vertierès, en el norte de Haití, en noviembre de 1813; un humillante revés para quiénes creían a los nativos haitianos infra-humanos, y que a la vez significaría el fin del sueño imperial francés en el hemisferio americano.
De hecho, su rencor sería tal que Napoleón mandaría a eliminar el nombre de Haití –un vocablo indígena taíno orgullosamente rescatado por los revolucionarios negros– de los anales del Estado francés, lo que quizás contribuya a explicar la ignorancia generalizada de los franceses, hasta el día de hoy, respecto del país y la truculenta historia colonial que les catapultó como una potencia económica global. Pero Francia no sería la única potencia humillada: incidiendo con inteligencia y audacia en las disputas inter-hegemónicas de comienzos del siglo, los haitianos vencerían también las aspiraciones imperiales de británicos y españoles. Sólo otro pueblo, el vietnamita, repetiría más de siglo y medio después la singular hazaña de derrotar a tres ejércitos coloniales. De la misma manera, vietnamitas y haitianos, le arrancarían al colonizador el reconocimiento de su humanidad plena sólo a través del ejercicio metódico –y a veces caótico– de la violencia revolucionaria.
Así, el primero de enero de 1804 el mundo vería nacer, surgida de la revolución más radical de la historia de la humanidad (a su lado, la tan mentada Revolución Norteamericana sería poco más que un paseo dominical), una República negra orgullosa y soberana, la primera nación independiente al sur del hemisferio, antecedente insoslayable de las revoluciones hispanoamericanas de independencia de 1809-1825, deudoras de la revolución primera.
Luego de 13 años de una guerra colosal que devastó la economía y la ecología isleñas (las plantaciones, recuerdos traumáticos, fueron en buena medida arrasadas), los exesclavos acabaron por vencer a los esclavistas organizados en el ejército más poderoso de la tierra; el napoleónico.
Pero anticipando la suerte de todas las revoluciones del siglo XX, la haitiana sería una revolución cercada, excluida y agredida. El patriota estadounidense Thomas Jefferson, insigne esclavista, daría la tónica de la política occidental para con la joven república: «En tanto impidamos a los negros poseer navíos, podremos permitir su existencia, y continuar manteniendo con ellos intercambios comerciales muy lucrativos […] Haití puede existir como un gran poblado de cimarrones, un Quilombo o un Palenque. Pero está fuera de debate la posibilidad de aceptarlos en el concierto de las naciones». Cualquier similitud con la política de los “ejércitos blancos” contra la Revolución Bolchevique de 1917 o de los Estados Unidos contra la Cuba de Fidel Castro no es, desde ya, una mera coincidencia.
Complementario a este enfoque, que implicó durante años el aislamiento diplomático y comercial más severo para Haití, se encontraba la posición francesa. Rápidamente los antiguos colonos sobrevivientes, algunos retornados a la metrópolis, otros fugados con sus “bienes muebles humanos” a las islas vecinas, se reorganizarían para exigir la más insólita e inmoral de las reivindicaciones: que los antiguos esclavos pagasen a los viejos esclavistas el precio de su libertad, debiendo ser “compensados” por la pérdida de sus tierras y plantaciones; y en el caso del Estado francés, de sus buques y petrechos de guerra.
Dado que el argumento no resultaba nada convincente a los patriotas y a las masas haitianas que habían combatido bajo la elocuente consigna de “la libertad o la muerte”, Francia debió apoyar su “solicitud” en el despliegue de una escuadra de 14 barcos de guerra en la bahía de Puerto Príncipe, listos para invadir el país, recolonizarlo y restablecer la odiosa esclavitud, como se encargaron de dejar bien en claro. Así, bajo coacción militar, el Estado haitiano se vio obligado a aceptar su “deuda”; se consumaba así, en sentido estricto, la primera política neocolonial de la historia.
El monto demandado, exorbitante, ascendía entonces a 150 millones de francos. Repetidamente, a lo largo de todo el siglo XIX, Haití se vio obligada a solicitar sucesivos préstamos a Francia y a los Estados Unidos para refinanciar, a tasas leoninas, una deuda impagable que entre 1825 y 1883 estranguló su economía y succionó gran parte de la riqueza nacional, incluso cuando el país se beneficiaba del boom internacional del precio del café (cualquier parecido con el modus operandi actual del Banco Mundial o el FMI tampoco resulta casual).
Repetidamente, a lo largo de todo el siglo XIX, Haití se vio obligada a solicitar sucesivos préstamos a Francia y a los Estados Unidos para refinanciar, a tasas leoninas, una deuda impagable que entre 1825 y 1883 estranguló su economía y succionó gran parte de la riqueza nacional
Algunas estimaciones arrojan que de cada 3 dólares producidos por el país, sólo 6 centavos quedaban en casa: el resto se fugaban hacia los bolsillos sin fondo de los agiotistas, principalmente del CIC, el banco “Crédito Industrial y Comercial”. Así, esta sigla inocua se convirtió en el nombre infame del nuevo colonizador, y el país quedó atrapado, como en tiempos del Ancien Régime, en otra Bastilla: la cárcel neocolonial de la deuda. “Un banco sin memoria”, llamó Nicolas Stoskopf al CIC, una entidad crediticia que todavía existe y que borró a Haití de sus balances financieros, así como Napoleón había mandado a eliminar el nombre del país; un memoricio planificado que se repite una y otra vez hasta nuestros días.
Finalmente, parte de la deuda sería absorbida por la banca estadounidense cuando el país invadió Haití y tomó control de sus finanzas, en una ocupación militar que se prolongaría por casi dos décadas, entre 1915 y 1934. El último dólar de esta deuda transferida fue pagado recién en 1947, ¡122 años después de su imposición!
Volviendo a Francia, forzoso es decir que fue el dinero de los campesinos y trabajadores haitianos el que construyó varios de los portentos de la Belle Époque, hoy tan envuelta en la nostalgia colonial propia de una antigua potencia en declive: entre ellos ni más ni menos que la Torre Eiffel, que fue financiada por el dinero que el CIC sustrajo de Haití. Cada año, los millones de turistas que la visitan generan unos ingresos estimados en 112 millones de dólares. Paradojas grotescas de la historia, este monto duplica todo lo que el Estado haitiano gasta anualmente para atender la salud de una población de 11 millones de personas.
Puestos a hablar de fríos números, es necesario preguntarse cuánto dinero representa hoy el monto de aquella deuda odiosa. Por poner un único y rotundo ejemplo, la cifra calculada de 115 mil millones de dólares casi sextuplica el PBI actual de Haití, y podría aliviar la crítica situación económica, humanitaria y securitaria del país más empobrecido de la región y –desde la militarización inducida de su territorio por parte de los Estados Unidos–, también uno de los más violentos. Los organismos crediticios internacionales definen a Haití con otra sigla perversa: como un “PPME”, un “país pobre muy endeudado” por un monto aproximado de 6 mil millones de dólares. Muy por el contrario, la historia demuestra de manera fehaciente que Haití es un acreedor legítimo de su antigua potencia colonial, aún sin contar lo legítimo y moralmente exigible en términos de reparaciones por los crímenes de la trata, la esclavitud y la plantación; una reivindicación que concita un enorme apoyo en los pueblos caribeños.
Mientras el mundo occidental se lamenta hipócritamente de la desdichada suerte de Haití, ignora el hecho de que la deuda que Francia debe pagar podría financiar, por citar algunos ejemplos, la construcción de una red nacional de agua potable que permita erradicar el cólera que las Naciones Unidas introdujeron en Haití en el año 2010; o el mejoramiento de la infraestructura vial en un país en donde las dos principales ciudades –Puerto Príncipe y Cabo Haitiano–, ubicadas a una discreta distancia de 200 kilómetros, carecen de una ruta asfaltada que las conecte. O el equipamiento y entrenamiento de una maltrecha Policía Nacional, único cuerpo securitario del país, que con sus pocos miles de efectivos debe hacer frente día a día a grupos paramilitares armados, entrenados y financiados por el narcotráfico y por mercenarios estadounidenses. La lista sería interminable.
Francia podrá negarse a esta reclamación, pero no puede fingir demencia. El pago de la “deuda de independencia” fue públicamente exigido por el último presidente cabalmente democrático de Haití, el cura salesiano y antiguo líder progresista Jean-Bertrand Aristide, quien demandó resarcir al Estado haitiano por un monto de 21 mil millones de dólares a comienzos del presente siglo. La respuesta a esta demanda fue una intervención militar conjunta entre Francia, Canadá y los Estados Unidos que lo desalojó del poder por ese y otros atrevimientos; la ocupación se dio, para regocijo del espíritu de Napoleón, en el mismo año que Haití celebraba el bicentenario de su revolución de independencia.
El pago de la “deuda de independencia” fue públicamente exigido por el último presidente cabalmente democrático de Haití, el cura salesiano y antiguo líder progresista Jean-Bertrand Aristide,
También sería oportuno recordar que fue Francia el país que refugió al ex-dictador Jean-Claude Duvalier, hijo de François Duvalier –el temible Papa Doc–, quienes juntos escarmentaron a su país en una dictadura vitalicia que se extendió durante 29 años; régimen que fue apoyado por los Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría y que aplicó de forma pionera la doctrina contrainsurgente desarrollada por los franceses en Argelia y Vietnam, de la que aprendió “técnicas” como la organización de grupos paramilitares, las masacres selectivas, la desaparición de personas y los centros clandestinos de detención. Además, Papa Doc y Baby Doc sustrajeron del erario público haitiano nada menos que 900 millones de dólares.
Pocos recuerdan este hito democrático en Francia, así como pocos recuerdan que el antecedente de la moderna cámara de gas de los nazis fueron las “gasificaciones” que impuso Napoleón para lidiar con los esclavos rebeldes en Haití y en sus otras posesiones coloniales en el Caribe. No casualmente Hitler decidió rendir un solemne homenaje a la tumba de Napoleón en junio de 1940, durante la ocupación nazi, en un acto público y algo obsceno de solidaridad inter-colonial.
Sólo dos presidentes franceses visitaron Haití en toda su historia, y ambos lo hicieron dos siglos después de aquella revolución extraordinaria. Así, de gira por el Caribe francófono y antes de arribar al país, el “socialista” François Hollande declaró en 2010: “Cuando llegue a Haití, pagaré la deuda que debemos”. Lamentablemente se refería a una deuda estrictamente moral; de esas que no construyen carreteras, ni financian escuelas, ni curan el cólera, ni garantizan créditos a los campesinos, ni derechos a las mujeres y las infancias. Pero Haití no necesita retribuciones morales ni disculpas simbólicas: necesita y exige lo que le deben, los millonarios recursos que podrían hoy, a 200 años de aquella deuda infame que condicionó toda su historia moderna, financiar su reconstrucción.
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