La Jornada 2 de marzo 2023
La saludable relación construida por el gobierno federal con su contraparte estadunidense en los años recientes permitió albergar expectativas de que Washington dejase atrás su pernicioso injerencismo en la vida política mexicana. Tal perspectiva quedó gravemente dañada este lunes, cuando el Departamento de Estado, encabezado por Antony Blinken, emitió un posicionamiento de respaldo a la marcha efectuada el domingo, bajo convocatoria de grupos de derecha y ultraderecha, en defensa del despilfarro y la cooptación oligárquica que tienen lugar en el Instituto Nacional Electoral (INE). De manera paradójica, la dependencia manifestó su apoyo a un sistema electoral debidamente financiado e independiente, instancia con la que su país no cuenta: ahí los comicios son organizados y validados por los gobiernos locales.
En respuesta a esta intromisión en los asuntos internos de la nación, el presidente Andrés Manuel López Obrador señaló que esa postura corresponde a las actitudes que asumen las élites políticas estadunidenses desde hace siglos, instó a las autoridades de ese país a leer el contenido de la reforma en materia electoral impulsada por su gobierno, así como a informarse acerca de la cauda de fraudes comiciales perpetrados con aval del INE o su antecesor, el IFE, y emplazó al Departamento de Estado a mostrar su preocupación por la democracia revisando el desempeño de su embajadora en Perú, asesora de los golpistas que destituyeron y encarcelaron al presidente elegido en las urnas, Pedro Castillo.
Ayer, el embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, profundizó el yerro diplomático al aseverar que la libertad de la ciudadanía para expresarse y manifestarse refleja a una democracia en acción (afirmación cierta, pero innecesaria en un contexto de goce irrestricto de esas libertades, como quedó patente con la propia marcha), y que el Departamento al que presta sus servicios trabaja con socios para que las Américas sean ejemplo y líder en el mundo en democracia, aserto sencillamente falso.
Ante la nueva interferencia del personal diplomático estadunidense, resulta pertinente recordar el paupérrimo historial democrático de la superpotencia. Por principio de cuentas, se trata de una nación cuya máxima autoridad, el titular del Ejecutivo, no es elegido por el pueblo, sino por un colegio electoral, institución que ha permitido llegar a la presidencia a individuos que no obtuvieron la mayoría de votos. Durante 12 de los 23 años de este siglo, los estadunidenses han sido gobernados por quienes recibieron menos votos. Incluso cuando el triunfo electoral se adjudica a la persona más votada, el resultado se encuentra viciado por el control de los intereses corporativos sobre todo el proceso, hasta el punto de que los comicios han dejado de ser un campo de confrontación de ideas y proyectos de la sociedad para reducirse a un operativo para imponer la agenda de los grandes capitales.
Por si fuera poco, el fraude también ha hecho presencia. La elección de 1960 que llevó al poder a John F. Kennedy fue impugnada por su contendiente, y hay pocas dudas de que en 2000 el gobernador Jeb Bush favoreció indebidamente a su hermano George W. En esa ocasión, la Suprema Corte puso freno al recuento de los votos y adjudicó la victoria a éste, incidente que instaló una percepción de fraude explotada por Donald Trump en sus alegaciones falsas respecto a una manipulación indebida en su contra en 2020.
Si su historia interna anula a Estados Unidos cualquier autoridad moral para pronunciarse sobre la democracia, su política exterior es poco menos que un recuento de atentados contra ella: ha promovido o cobijado golpes de Estado en Irán, República Dominicana, Chile, Honduras, Argentina, Guatemala, Bolivia y otros países; además de respaldar política, económica y militarmente a regímenes sanguinarios como el de los Somoza en Nicaragua. En México, la embajada estadunidense fue la gran instigadora del golpe de Estado con que Victoriano Huerta depuso a Francisco I. Madero y abrió una etapa de guerra fratricida con un incuantificable costo humano y material.
Con todos estos antecedentes y los que es imposible reseñar en este espacio, es evidente que Estados Unidos no es un defensor de la democracia ni habla en nombre de ella, y que su posicionamiento debe ser rechazado por ser tan inapropiado como falaz.
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