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Régimen cómplice

La Jornada 22 de febrero 2023


La declaratoria de culpabilidad emitida ayer por un jurado de Nueva York en contra de Genaro García Luna por cuatro cargos de narcotráfico y uno más por mentir a las autoridades migratorias de Estados Unidos fue recibida con satisfacción y alivio en México, no por afán de linchamiento o venganza, sino porque representa una mínima acción de justicia ante la violencia, la corrupción, la desintegración social y el sufrimiento incuantificable que generó la guerra contra la delincuencia emprendida por Felipe Calderón y de la que su secretario de Seguridad Pública fue ejecutor principal.


Esa guerra se tradujo en cientos de miles de muertes, en decenas de miles de desapariciones forzadas, en la devastación de pueblos enteros y en una masiva violación a los derechos humanos por parte de las fuerzas gubernamentales, y la gran mayoría de esos crímenes permanece, hasta la fecha, en la impunidad. Más aún, las consecuencias de eso que fue llamado estrategia –y que, hoy se sabe más allá de toda duda, consistió en realidad en un pacto entre el gobierno calderonista y uno de los grupos delictivos que se disputaban el control del territorio nacional– persisten y siguen generando pérdidas de vidas, rupturas regionales del estado de derecho, inseguridad y violencia.


Ciertamente, es lamentable e incluso vergonzoso que el más notorio delincuente de entre los que actuaron desde el poder durante el calderonato haya debido ser juzgado en Estados Unidos y no en territorio nacional, pero al mismo tiempo es evidente que en el país no hay un Poder Judicial capaz de impartir justicia en casos como éste. Para corroborarlo basta con recordar que tanto la esposa de García Luna como uno de sus más prominentes operadores, Luis Cárdenas Palomino, recibieron sendos amparos para evitar el bloqueo de sus cuentas bancarias, en las que es por demás razonable suponer que se resguardan recursos procedentes de actividades criminales.


Es frustrante, asimismo, que el sonado juicio de Nueva York haya sido acotado a la persona del ex secretario de Seguridad Pública, como si éste hubiese podido actuar en solitario, sin el conocimiento, la aprobación o la complicidad del propio Calderón, de los procuradores de su sexenio, de quienes fueron titulares de la Secretaría de Gobernación y de otros altos funcionarios mexicanos. Del proceso se excluyó también la participación de dependencias del gobierno de Estados Unidos, pese a que varias de ellas –es el caso de la DEA y la Oficina de Control de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, entre otras– realizaron documentadas actividades ilícitas en nuestro país, como lavado de dinero y contrabando de fusiles de alto poder para el cártel protegido por García Luna. Fuera del juicio quedaron también los abundantes elogios, las deferencias y las distinciones que Washington brindó al sentenciado a lo largo de todo el sexenio de Calderón. En ese sentido, el juicio del superpolicía calderonista puede verse como una operación de control de daños consistente en concentrar en un solo individuo un vasto entramado delictivo binacional que necesariamente tuvo que contar con la anuencia de altas esferas en ambos gobiernos.



Pero incluso con sus limitaciones y delimitaciones, la culpabilidad del ex secretario de Seguridad Pública deja ver la ambiciosa podredumbre, la ambición desmedida, el desprecio a las leyes y el desdén por la vida humana que imperaron en varios sexenios del ciclo neoliberal, empezando por el de Vicente Fox –quien puso a García Luna al frente de la extinta Agencia Federal de Investigación, AFI– y terminando con el de Enrique Peña Nieto, el cual continuó, en lo esencial, la contraproducente y trágica estrategia de seguridad de su predecesor. Más allá de la esfera estrictamente legal, en las sesiones del tribunal neoyorquino fue todo un régimen el que se sentó en el banquillo de los acusados.


Es importante considerar que, aunque derrotados en las urnas en 2018, los exponentes y partidarios de ese régimen siguen conservando importantes posiciones de poder –como en el referido caso del Poder Judicial– y gozando de impunidad y protección legal, como sucede con el ex gobernador de Tamaulipas Francisco García Cabeza de Vaca, o con el aún fiscal de Morelos, Uriel Carmona Gándara, mencionado ayer en este espacio.


En estas circunstancias, el proceso contra García Luna coloca al país y a sus instituciones ante la ineludible obligación de esclarecer, procurar e impartir justicia en el entramado de poder político y fortunas mal habidas que derivó en una ola perdurable de destrucción, muerte y sufrimiento sin precedente para millones de mexicanos. Caiga quien caiga.



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