Yair Cybel ANRed. y Maristella Svampa. OPLAS
Un profesor a caballo contra dos siglos de injusticias
Yair Cybel ANRed. 8 de junio 2021
Con el 96% de las actas procesadas, ya es un hecho que el docente y sindicalista de izquierda Pedro Castillo será el nuevo presidente del Perú. Que faltan las urnas de Estados Unidos, donde la comunidad migrante es grande y Keiko es más fuerte. Que falta un buen porcentaje del Perú rural, de Ayacucho o de Cusco, donde «el profe» sacó el 80% de los votos. La carga es lenta pero metódica: la tendencia parece irreversible. Actualizar resultados. Que faltan las actas impugnadas, de mayoría urbana, donde podría recuperar Keiko. Pero ya no hay margen: la elección en Perú se cierra dos días después de que abriera la primer urna y el próximo presidente del país será el maestro rural Pedro Castillo.
Si hace tan solo tres meses alguien le hubiera dicho a Pedro Castillo que sería el próximo presidente del Perú, probablemente el profesor hubiera desconfiado. Su candidatura por el partido Perú Libre buscaba representar el ala izquierda del tablero político peruano y su principal propuesta era la asamblea constituyente bajo la premisa de terminar con 30 años de neoliberalismo y crecimiento sin redistribución, plasmados en piedra en la Constitución fujimorista de 1993. El profe, que venía de la aguerrida huelga docente de 2017 contra el expresidente Pedro Pablo Kuczynski, logró unificar una amplia alianza social: docentes, agricultores, sindicatos, sectores populares urbanos y ronderos, que nacieron como autodefensas campesinas para evitar el robo de ganado y crecieron al calor del conflicto entre el Ejército y Sendero Luminoso.
Castillo ganó en primera vuelta y volvió a ganar en el ballotage. Prometió una «economía popular de mercado», el aumento de impuestos a las multinacionales, la revisión de contratos estatales y el fin del proyecto megaminero de Tía María. Tejió lazos con empresarios regionales y sindicatos, cerró acuerdos con evangelistas y con el resto de la izquierda, se calzó un sombrero de ala ancha, se montó a un caballo y salió a recorrer el Perú con una consigna clara: «No más pobres en un país rico».
La votación por Castillo creció desde abajo, en silencio. No lo vio ninguna encuesta, ni analista político ni astrólogo tarotista. Arrasó en el sur agrario y expresó las contradicciones de un Perú partido al medio. En la sierra fue un huracán: obtuvo 89% en Puno, 85% en Huancavelica, 83% en el Cusco, y 81% en Apurímac y Ayacucho. En Lima cosechó la mitad de los votos de Keiko, pero sorprendió alcanzando un 35% y expresando un «voto silencioso», menos visible pero presente. Cuestión de clase, de región y de leyes: los pobres optaron por Castillo, las regiones optaron por Castillo y votaron también por él quienes pretenden un cambio en las reglas de juego, una constituyente. El profe la prometió en campaña y será el único elemento que le permitirá gobernar un país dividido: con el Congreso, el gran empresariado y la clase política tradicional en contra, si no patea el tablero terminará jugando con las reglas de juego de los que quieren que nada cambie. Y sino, remember Ollanta Humala, que llegó prometiendo cambios profundos y se fue continuando antiguas desigualdades.
Enfrente, Keiko Fujimori. Derrotada por tercera vez en un ballotage, suma otro segundo puesto a los tropiezos de 2011 contra Ollanta Humala y 2016 contra PPK. Quien fuera Primera Dama a los 19 años logró unificar a todo el establishment peruano, a sus candidaturas de derechas (fueron en 5 listas distintas), al acérrimo rival de su padre, Mario Vargas Llosa, y hasta recompuso la relación familiar con su hermano Kenji, peleados fuertemente luego de la interna que definió la sucesión de su padre. No alcanzó. Quedó a poco menos de 100 mil votos y ahora deberá enfrentar la Justicia: el fiscal que la investiga pidió 30 años en su contra por asociación ilícita, lavado de activos y evasión fiscal.
Tres elementos marcan que el resultado será definitivo: entre los votos que restan contar, falta casi el 10% de la región de Ayacucho, donde el profe superó en 8 a 1 a la hija del exdictador. Además, en un característico «golpe de mercado», ayer cayó la bolsa de Lima y se disparó el valor del dólar, la tradicional señal de los mercados cuando se impone un gobierno de corte popular. Por último, convencida de que los números no le alcanzan, a última hora de este lunes, Keiko Fujimori denunció fraude en un intento por deslegitimar la contundente decisión popular.
Un Perú dividido y en plena crisis política. El país con más muertos por COVID por millón de habitante de todo el mundo. Con sus últimos seis presidentes procesados o condenados por corrupción. Con un sistema político complejo en que el Congreso puede unir a varias minorías y «vacar» al presidente que eligió la mayoría. En Perú, la división regional expresó contradicciones más profundas y arraigadas, evidenció la desintegración que vive el país y la desigualdad imperante: sin ir más lejos, el Índice de Desarrollo Humano en la región de Huancavelica (0,3838) es menos de la mitad de lo que este valor alcanza en Lima (0,8479).
Para avanzar con su programa, Pedro Castillo cuenta con una ventaja estratégica a la que deberá apelar: detrás de su candidatura se encolumnó la totalidad del movimiento popular y la movilización de calle será un elemento crucial para que el Partido Perú Libre pueda avanzar con su intento de reformar el Estado peruano.
En una fuerte demostración simbólica, el domingo Castillo no regresó a esperar los resultados a Lima y se quedó en el distrito de Tacabamba, en su Cajamarca natal. Sus primeras declaraciones fueron con un megáfono, su sombrero y su chaqueta marrón desde el balcón de la sede de su partido en esa pequeña localidad del norte. En el año del bicentenario peruano, con un resultado ajustado y un país dividido, el docente y sindicalista que se crio en la pobreza y que recorrió el país a caballo, llega a la presidencia con la promesa de crear un país más justo y soberano. Veremos qué le depara la historia.
Perú y las posibilidades de las izquierdas
Maristella Svampa. OPLAS. 7 de junio de 2021
Son pocos los que recuerdan que, en el Perú de los años 80, la Izquierda Unida era una de las expresiones políticas institucionales más potentes de América Latina. Izquierda Unida fue un bloque político-electoral compuesto por diferentes movimientos y partidos, que logró varias alcaldías, entre ellas Lima, Arequipa, Cusco y Puno, llegando a ser la segunda fuerza política a nivel nacional en las elecciones de 1985.
Es sabido lo que ocurrió en aquellos tiempos. La irrupción de Sendero Luminoso, un grupo armado de corte mesiánico, identificado con el maoísmo, y el inicio de una guerra civil que se prolongaría por casi dos décadas, terminaría por reconfigurar negativamente al Perú en términos políticos. El resultado sería la violación de los derechos humanos, la muerte de un número importante de campesinos (setenta mil víctimas) y la debacle de la izquierda institucional. Aunque Sendero Luminoso fue derrotado por completo, los crímenes de lesa humanidad llevados a cabo sobre todo por las fuerzas militares durante la dictadura de Alberto Fujimori (1990-2000), instalaron un nuevo umbral de violencia política, al tiempo que abrieron a una nueva fase política-económica, de la mano del neoliberalismo salvaje.
Con el aliento terruco en la nuca cada vez más lejano y la impunidad de las fuerzas militares garantizada, las élites dominantes lograron instalar en el imaginario peruano un miedo específico, una suerte de disparador que se reactiva de modo recurrente en tiempos de campaña electoral, a través de la asociación automática entre comunismo, terrorismo e izquierdas. Desde entonces, las diferentes variantes de la izquierda institucional en el Perú han venido enfrentando un doble desafío: por un lado, el de desinstalar estas campañas del miedo, orquestadas de modo brutal por los medios dominantes; por otro lado, el de generar una agenda de transformación superadora del neoliberalismo, capaz de interpelar a los sectores subalternos de modo transversal y transregional, desde la sierra a la costa, pasando por la Amazonía.
Uno de los intentos que generó mayor expectativa fue el de Ollanta Humala, presidente entre 2011 y 2016. Como candidato, Humala se presentó como el artífice de “La gran transformación”, con un programa nacionalista, de inclusión social. Sin embargo, en el marco de la segunda vuelta electoral contra Keiko Fujimori, “La gran transformación” prometida se convirtió en una “Hoja de ruta” menos disruptiva. A poco de asumir, Humala realizó un giro militarista que mostró la continuidad del “Orden e Inversiones”; y expulsó del gobierno a los representantes de izquierda para hacer una alianza con los sectores de poder. La represión a la protesta social y ambiental se endureció. Solo en el primer año de gobierno se registraron 17 muertos en el marco de protestas, sobre todo contra proyectos mineros. Como diría el sociólogo Ramón Pajuelo, Humala fue el símbolo del “progresismo que no fue”, marcando la continuidad del modelo neoliberal y extractivista.
En 2016, la irrupción de un nuevo y joven liderazgo, de la mano de Verónika Mendoza removió el tablero político. Mendoza es antropóloga y comenzó como congresista en tiempos Humala (de cuyo partido fue cofundadora). Aunque en 2016 obtuvo el tercer puesto en las elecciones presidenciales y no llegó a pasar a segunda vuelta, esta joven originaria de Cusco que puede hablar quechua de corrido (su padre es peruano quechua hablante y su madre, francesa), instaló un discurso sobre el cambio social, también en clave de igualdad de género y, en menor medida, de crítica al extractivismo. La rápida ruptura del Frente Amplio, cuyo liderazgo compartía con Marcos Arana, un histórico luchador contra el extractivismo minero, líder de Tierra y Libertad, liquidaron la posibilidad de construir una izquierda más amplia y plural que combatiera al mismo tiempo el neoliberalismo y el extractivismo. Y aunque Mendoza creó su propio partido, Nuevo Perú y creció en visibilidad pública nacional e internacional, lo cierto es que, en la primera vuelta de estas elecciones de 2021, las del Bicentenario, perdió una parte importante de su electorado, y quedó rezagada al quinto puesto.
En su lugar surgió la figura de Pedro Castillo, un maestro y dirigente sindical humilde, miembro de las rondas campesinas y conocido por su rol en las huelgas docentes de 2017, quien obtuvo el 19% de los votos, en la primera vuelta de abril de este año. Castillo, originario de la provincia de Cajamarca, fue invitado al partido Perú Libre, que se reivindica marxista y mariateguista.
Si nos preguntáramos qué tipo de izquierda ilustra Castillo sin dudas responderíamos, una izquierda tradicional, de corte social y sindical, hasta ahora de alcance regional. En su programa “Perú al Bicentenario sin corrupción” aparecen las apelaciones de orden político (la transparencia), sanitario (la salud como derecho y un plan contra la pandemia del Covid 19). El núcleo duro es de corte antineoliberal: relanzamiento del empleo y la economía popular, inicio de una segunda reforma agraria, gas para todos, nuevo impuesto a las ganancias extraordinarias, entre otros. En contrapartida, en su discurso no aparecen ni las demandas de igualdad de género, tampoco las ambientales ni la plurinacionalidad, asociada a los pueblos indígenas, todos ellas narrativas propias de las izquierdas interseccionales y democráticas del siglo XXI".
Castillo, recuerdan muchos, es un líder sindical, habituado a los cabildeos y la negociación, más pragmático que ideológico. De cara a la segunda vuelta trató de distanciarse del fundador de Perú Libre (Vladimir Cerrón, acusado de corrupción) y buscó nuevos apoyos, entre ellos, de una parte, de Nuevo Perú, liderado por Mendoza.
La posibilidad de una victoria de Castillo generó pánico en las élites. Como nunca antes, reactivó la campaña del miedo a niveles antediluvianos. La casi totalidad de los medios de comunicación se alinearon en contra del “comunista” Castillo, negándose incluso a trasmitir actos o mítines de éste, mientras daban pantalla completa a su rival, Keiko Fujimori, quien pese a sus nulos avales democráticos y sus causas judiciales por lavado de activos, se convirtió ipso facto en la preferida de los sectores hegemónicos, en nombre de la “democracia”. Como señala el investigador Raphael Hoetmer, a nivel internacional, lo sucedido solo puede ser comparado con el plebiscito que en 1988 impulsó el dictador Augusto Pinochet y que, como sabemos, terminó volviéndose en contra del mismo.
No hay que olvidar que desde abajo y en la calle, el Perú es un país muy movilizado socialmente, en torno a diferentes temas, como contra del extractivismo minero (existen con numerosos movimientos y organizaciones sociales y la conflictividad ambiental es muy alta); marchas de carácter anti-represivo y contra la corrupción, tal como lo muestran las recientes movilizaciones de diciembre de 2020, con gran protagonismo de los jóvenes, que dio origen a la llamada “Generación del Bicentenario”. Existen numerosos temas pendientes que deberá tratar el nuevo Congreso Nacional, como la ratificación del Acuerdo de Escazú (un tratado regional que garantiza el acceso a la información y la protección de los defensores ambientales), bloqueado por los fujimoristas y el sector minero. Los conflictos persistieron en tiempos de pandemia y la presión de los sectores mineros y su exigencia de protocolos más flexibles hizo que en julio de 2020 los contagios en dicho sector ya ascendieran a 3000. Tengamos en cuenta que en la actualidad el Perú contabiliza 185.000 fallecidos, lo que lo convierte en el país con la mayor tasa de mortalidad por covid-19 en relación a su población.
No sabemos todavía quién será el próximo presidente/a del Perú. El conteo rápido realizado por IPSOS arrojó un 50,2% en favor de Castillo. Los resultados oficiales dan cuenta de una ventaja mínima de Keiko Fujimori (con el 90.49% de los votos escrutados, tiene un 50,35% contra el 49,64 de Castillo). El voto emitido profundiza la fuerte división social y regional existente, por un lado, entre los Andes y el Sur que apoya masivamente a Castillo; por otro lado, la costa y Lima, donde vence Fujimori. Pero faltaría todavía contabilizar el voto rural y de la selva, que beneficiaría a Castillo y podría cambiar la elección; y el del exterior, más afín a Keiko Fujimori.
Lo que sí sabemos es que Castillo generó en su contra una reacción desmesurada de parte de las élites y los medios de comunicación; tal es así que hoy muchos se preguntan en el Perú cuál será la respuesta política y económica de los sectores hegemónicos ante un posible resultado tan adverso como ajustado. Cierto es que cuesta imaginar hacia donde iría la gestión de Castillo, en un país tan inestable políticamente, tan desigual y turbulento, tan racista y cerril en sus élites, aunque también con izquierdas institucionales de visión corta y tan fragmentadas. Pero en su favor, hay que decir que Castillo logró otro tipo de alineamiento, el voto de gran parte de aquellos sectores que buscan imaginar un Perú distinto, digno e igualitario, más allá de las carencias evidentes del candidato y su escasa vocación interseccional.
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